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Una vida entre viñedos viejos, desde D. O. Valle de Cinti al mundo
Patricia Valeria Mendoza Morón junto a su madre Fanny Morón Lino y hermanos: Marcela, Amanda, Verónica, Fernanda y Ariel Mendoza Morón son la apuesta detrás de Yokich, una bodega que rescata las cepas centenarias del valle de Cinti, llevando el legado de cinco generaciones a nuevos horizontes. Patricia se formó en viticultura y enología en la Universidad de Bolonia Italia y realizó una maestría en la Royal Agricultural University, RAU en Plumpton College especializada en vinos espumantes. Tiene además experiencia en Bodegas de Italia e Inglaterra. Ella combina tradición familiar y conocimiento científico para posicionar los vinos y el Singani boliviano en el mundo con un enfoque apasionado en la preservación y revalorización de cepas centenarias y la calidad.
En el corazón del Valle de Cinti, Bolivia, donde los viñedos se alzan como testigos de siglos de historia y las bodegas coloniales susurran relatos de tradición, Patricia Mendoza Morón encarna un legado que atraviesa cinco generaciones. Su vida es una danza entre el pasado, presente y el futuro: desde los días de infancia moliendo uvas con sus hermanos y primos hasta su formación en las aulas de la Universidad de Bolonia y las bodegas de Inglaterra, donde llegó a elaborar espumante para la reina Isabel II. En esta entrevista, Patricia nos lleva de la mano por su mundo, un universo de aromas, sabores y memorias que hoy se cristaliza en Yokich, el proyecto que honra a su familia y a las viticultoras de cepas Viejas patrimoniales de su tierra.
Patricia, gracias por compartir tu historia con Revista VID. Empecemos por el inicio: tu infancia. ¿Cómo nació este amor por el vino y el Singani que hoy te define?
Gracias a ti, Gabriel, por el interés. Mi amor por el vino y el Singani no tiene un momento exacto de nacimiento; más bien, diría que siempre estuvo ahí, creciendo conmigo desde que era niña. Mis abuelos, Arturo Mendoza y Mery Yokich, mi tía Amanda y mis padres fueron los pilares de esa pasión. En casa, la bodega y los viñedos viejos no era solo un lugar de trabajo, era nuestro Edén de juegos. Recuerdo especialmente las vacaciones en Camargo: mis hermanos y primos pasábamos días enteros con el abuelo Arturo, nos enseñaba a degustar las uvas de los parrales, subíamos a las vides viejas de hasta siete metros de altura buscando las uvas maduras; recuerdo que en la Bodega él tenía una máquina manual para moler uvas, y nosotros, con nuestras pequeñas manos, ayudábamos a separar los escobajos —los tallos que quedan tras la molienda—. Era un ritual casi mágico: el sonido de las uvas aplastándose, el olor dulce que llenaba el aire, y luego el trasiego del vino por gravedad y elas cadenas humanas que hacíamos en el lugar. Imagínate a un grupo de niños riendo, pasando baldes de mano en mano hasta llegar a las cubas. Eran enormes, de madera de algarrobo o taco, algunas de roble, con capacidades de 1.500 o 2.000 litros.
El abuelo no usaba bombas ni sistemas modernos; todo era manual, por gravedad a la antigua, nosotros éramos por pequeños momentos, su fuerza laboral. Pero no lo sentíamos como trabajo; para nosotros era una aventura, un juego que nos conectaba con la tierra. Cuando llegaba el momento de destilar el Singani, el proceso se volvía aún más fascinante. El abuelo usaba falcas, esos alambiques rústicos de fuego directo que eran comunes en Bolivia antes de que llegaran los de cobre francés. Estaban en una sala aparte, muchas veces al aire libre, lejos de las áreas de fermentación y maduración. Con más de veinte nietos, él nos organizaba en largas filas para llevar el líquido hasta ahí. Nos encantaba, porque además de ayudar, podíamos corretear y reír bajo el sol cinteño. Así, sin darme cuenta, el abuelo sembró en mí esa chispa: el amor por la viña, el vino y el destilado.
¿Tu familia siempre ha estado arraigada en Camargo? Háblanos de esas raíces.
Sí, somos una familia profundamente ligada a Camargo, con una historia que se remonta a 1560 aproximadamente. Nos establecimos en San Luis, una comunidad a unos diez minutos de la bodega actual, un lugar que históricamente compartimos con la familia Rivera. Ahí crecieron mis antepasados, cultivando viñas de sistema a conducción antigua, donde la vid se enredaba en molles, chañares, algarrobos y destilando Singani. Cuando mi bisabuelo Renato Mendoza falleció, las tierras se dividieron entre sus hijos, pero las parcelas eran tan pequeñas que no alcanzaban para todos. Mi abuelo Arturo Mendoza, un hombre inquieto y visionario, decidió vender su parte. No se conformó con quedarse; quería aprender más y salir al mundo.
Hace poco encontré un documento que me emocionó: su renuncia irrevocable a San Pedro, una bodega importante de la época. Ahí trabajó once años como encargado de las viñas, perfeccionando su conocimiento en viticultura. También pasó tiempo en la Hacienda «El Rancho», adquiriendo experiencia que iba más allá de lo que su padre le había enseñado. Ese bagaje lo trajo de vuelta al legado familiar y con sus ahorros compró Quiskapampa, una hacienda antigua que había pertenecido a los jesuitas y luego a la familia Gandarias Dulón. Cuando la última dueña murió, sus hijos se mudaron a Tarija y abandonaron las tierras. Nosotros llegamos después, y durante los últimos 50 años hemos estado restaurándola poco a poco. No queremos que pierda su esencia colonial, así que avanzamos con cuidado, respetando cada adobe, cada viga. Hoy, como quinta generación apoyamos a nuestra Directora general de la empresa y madre, Fanny Morón Lino, y seguimos enraizados en Quiskapampa, llevando adelante lo que se empezó hace siglos.
Yokich es nuestra forma de preservar las cepas centenarias y honrar a mi abuela y a los viticultores del Valle de Cinti.
¿Tu abuelo y tus papás se dedicaban exclusivamente al vino y al Singani? ¿Cómo era ese proceso en su tiempo?
Sí, siempre fue vino y Singani, aunque en Cinti el Singani tuvo más peso. El vino era un arte delicado, más difícil de manejar. En la época de mi bisabuelo, por ejemplo, viajaban en recuas de mulas hasta Potosí para venderlo. Esos viajes podían durar días, a veces semanas, bajo el sol o la lluvia, por lo que el vino, sin las condiciones adecuadas, se arruinaba en el camino. Los dominicos y jesuitas, quienes introdujeron la viticultura en la región, se enfrentaron al mismo problema. Ellos empezaron elaborando vino, pero pronto entendieron que destilarlo era la solución. Así nació el Singani, un destilado resistente que podía soportar el tiempo y la distancia.
Mi familia adoptó esa lógica. Fermentaban el vino en tanques de cemento o en esas grandes cubas de madera, y luego lo destilaban en las falcas. El proceso era laborioso: el fuego directo calentaba el líquido, y el vapor se condensaba en un licor claro y potente. Una vez rebajado con agua especial y embotellado, el Singani era eterno, ideal para una región como Cinti, donde la conservación era un reto. Mi abuelo y mis papás mantuvieron esa tradición, aunque también hacían vino para consumo local. Era una mezcla de empirismo y pasión: el Singani para el comercio, el vino para el alma.
Me dijiste que después del fallecimiento de tu Padre Renato Mendoza Yokich son cinco hermanos Apoyando el emprendimiento que está liderada ahora por tu mama, doña Fanny Morón Lino ¿Todos están involucrados en la bodega? ¿Cómo se dividen las tareas?
Sí, somos cinco: cuatro mujeres y un varón. Desde que mi papá falleció en 2018, trabajamos codo a codo con mi mamá para mantener el negocio vivo. Él fue clave en esto: desde pequeñas nos llevaba a la viña, nos enseñaba a cosechar, a destilar, a entender el proceso. Todo lo hacía divertido, como si fuera un juego. Recuerdo cuando nos ponía a probar las uvas para distinguir sabores, o cuando nos dejaba oler el mosto fermentándose. Pero cuando crecimos, nos dio un rol más serio. Nos sentaba a la mesa, nos pedía opiniones, nos hacía sentir dueñas. Aunque él y mi mamá tenían la última palabra, nos empoderó de una manera que pocas niñas de esa época experimentaban.
Hoy, todas llevamos esa responsabilidad en el corazón. Verónica y Ariel están en la producción, degustan los vinos, cuidan cada etapa, se aseguran de que todo esté perfecto. Verónica, especialmente, tiene un ojo minucioso; se pone nerviosa si algo no sale como espera, pero eso la hace brillante. Marcela se enfoca en la parte comercial, llevando nuestros productos al mundo. Mi hermano apoya en los viñedos y la destilación, asegurándose de que las cepas y el Singani sigan su curso. Yo aporto desde la enología, yendo y viniendo entre Bolivia y el exterior. Mi sobrina Fernanda, se dedica al diseño de todos los productos de la marca y a la administración de redes sociales. Nuestra madre de origen cruceño es la directora general de Yokich, aprendió de mis abuelos todo el know how de la vitivinicultura, su conocimiento y guía en el manejo de los viñedos y en destilación es vasto y especializado, Un ejemplo de valentía, fortaleza y trabajo al igual que lo fue nuestro padre. Es un trabajo en equipo, como cuidar a un hijo. Cada una tiene su espacio, pero todas compartimos el mismo amor y compromiso que nos inculcaron nuestros padres.
El nombre Yokich tiene una historia muy emotiva. ¿Nos la cuentas?
Claro, la marca Yokich es un homenaje a mi abuela, Mery Yokich Valdivieso. Su historia es una mezcla de aventura y nostalgia. Por el lado materno, tiene raíces cruceñas probablemente de San Carlos: su abuela Lindaura Blacutt Suarez era maestra: enseñaba a escribir, leer y las matemáticas, además tocaba piano. Se escapó de Santa Cruz porque no quería casarse con alguien impuesto y cruzó el país hasta llegar a Villa Abecia, donde se asentó y ejerció su profesión, se enamoró un Cinteño y tuvo dos hijas. Por el lado paterno, mi bisabuelo era yugoslavo. Llegó a Cinti formo parte del equipo de ingenieros que construyeron la fábrica de destilados “Toro” de propiedad de Sagic San Pedro, se enamoró de una cinteña, Salustiana Baldivieso Blacutt y formó familia. Pero mi abuela Mery y su hermana Haydeé perdieron a su padre cuando tenían aproximadamente siete y cinco años. No lo vivieron realmente; solo lo recordaban en fragmentos vagos y, sobre todo, en sueños.
Ella siempre nos hablaba de él, de cómo lo sentía cerca en esas visiones nocturnas. Era una conexión profunda, casi mística, que marcó su vida y la nuestra. Cuando decidimos crear una línea de vinos con nuestras cepas centenarias, quisimos rendirle homenaje. “Yokich” no es solo un nombre; es una forma de mantener vivos a mi abuela y a mi bisabuelo, de transformar esa añoranza en algo tangible. Cada botella lleva esa historia: la de una niña que soñó con su padre toda su vida, y la de una familia que hoy sueña con preservar su legado.
El Valle de Cinti es un lugar único, pero también aislado. ¿En qué momento decides dejar ese rincón y estudiar en Italia e Inglaterra?
Tienes razón, Cinti es mágico, pero está desconectado. Tarija, lo más cerca, está a dos horas y media; Sucre, mucho más lejos. Las carreteras han mejorado, pero sigue siendo un lugar apartado. Yo estaba estudiando Ingeniería Industrial en Cuba, pero en una vacación que volví a Camargo todo cambió, volví a casa y subí con mi papá a un cerro desde donde se veía toda la bodega y los viñedos. Nos sentamos ahí, el viento soplaba, y me dijo: “Mi sueño es exportar, Patricia. Pero no basta con lo que sabemos de memoria; necesitamos conocimiento científico”. Luego paseamos entre las viñas, y me habló de las cepas patrimoniales y criollas que él y mi abuelo habían recuperado de los viñedos viejos.
Me explicó cómo trabajaban un banco genético para preservar la biodiversidad: uvas como la Moscatel de Alejandría, la Vischoqueña, la Negra Criolla, rosada y otras. Cada una tenía su carácter: algunas más ácidas, otras dulces, otras aromáticas. Decía que eran un tesoro que podía perderse si no las cuidábamos. Mi abuelo ya había empezado ese rescate, y mi papá lo continuó, incluso introduciendo sistemas modernos como la espaldera para aprovechar el espacio. Mientras caminábamos, probábamos uvas, y él me hacía notar las diferencias. Fue como si una luz se encendiera en mí y pensé: “¿Qué hago estudiando Ingeniería Industrial cuando esto es lo que amo?”. Esa noche no dormí. Me puse a investigar cómo estudiar enología. Instalé internet en casa —algo carísimo en esa época— y busqué opciones. Mi papá sugería Chile o Argentina, pero yo quería ir más lejos. Francia pedía dos años de francés; España, carreras previas. Entonces descubrí Italia: la Universidad de Bolonia ofrecía viticultura y enología desde cero si pasaba un examen de italiano y otro de ingreso. Le presenté un plan detallado a mi papá: embajadas, requisitos, universidades. Él, sorprendido, dijo: “Has ganado, te vas a Italia”. Aprendí italiano con un profesor casi todo el día por un mes, pasé el examen en la embajada, llegué a Bolonia y luego me mudé a Cesena. El examen de ingreso fue un susto: saqué 28 sobre 30, pensé que había reprobado porque no entendía el sistema. Lloré, llamé a mi papá, pero resultó que había pasado con notas altas. Fue el comienzo de un sueño.
¿Qué te aportó esa experiencia en Italia e Inglaterra?
Italia lo cambió todo. La Universidad de Bolonia era un mundo nuevo. Mis profesores eran gigantes: habían escrito libros, habían vivido el boom de la viticultura italiana en los años del desarrollo premium. Los primeros años fueron teoría pura: química, microbiología, viticultura, ampelografía, física, matemáticas, economía entre otras. Luego vino la práctica: viñedos y bodegas experimentales de la universidad. Aprendí a podar, a vinificar, a realizar los blends, analizar suelos, manejo de laboratorio, etc. Trabajábamos en una cantina social donde hacíamos vinos convencionales, ecológicos y biodinámicos, cada uno con sus reglas. Por ejemplo, en biodinámica no podías usar químicos; todo era natural.
En vacaciones, me quedaba trabajando gratis en la bodega experimental o en viñedos locales. Los exámenes eran orales, lo que me obligaba a investigar y estudiar todo; no había escapatoria. Mis profesores decían: “No te hacemos el mejor enólogo del mundo, pero te damos las herramientas para que lo seas”. Aprendí a razonar, a resolver problemas, a entender que cada cosecha es única. Fue una formación teórica y práctica que me preparó para cualquier desafío.
¿Te quedaste en Italia después de graduarte? ¿Cómo fue tu camino laboral?
No, mientras estudiaba trabajé en bodegas italianas para ganar experiencia, pero volví a Bolivia cuando mi papá me llamó. “Es hora de exportar”, me dijo. Empezamos a diseñar vinos para el mercado internacional, combinando el saber empírico de mi familia con lo que aprendí. Así nació Yokich, nuestra línea de cepas centenarias. Pero tras su muerte en 2018, busqué más. Fui a Inglaterra, hice una maestría y trabajé en bodegas como Nyetimber, Rathfinny y Ridgeview. En la bodega Ridgeview viví algo inolvidable. Un día, mientras estaba en el laboratorio, me dieron uvas para analizar. Tomé nota del nombre del viñedo: Windsor Great Park vineyard administrado por Laithwaite. Pensé: “¿Será el de la reina?”. Pregunté, y me confirmaron que eran los viñedos de Isabel II. Ella tenía unas hectáreas que se plantaron en el año 2011 en una suave pendiente orientada al Sur de Windsor, pero no bodega, así que Ridgeview producía su espumante en exclusiva de uvas Chardonnay, Pinot Noir, Pinot Meunier. Hice el control analítico en uvas y todo el proceso de fermentación y envejecimiento en barricas. Degustarlo fue emocionante; era como tocar la historia. Pero nunca me alejo de Bolivia, vuelvo cada año para apoyar a mis hermanos, a mi mamá, y mi sobrina, quien ya se está involucrando en el trabajo de la empresa. Cada enero regreso a Bolivia para la vendimia con mi familia, a quienes también apoyo a la distancia. Desde agosto trabajo en bodegas de Inglaterra elaborando espumantes, y viajo a distintos países promocionando nuestros vinos y Singani Yokich. He participado en ferias como la London Wine Fair, Old Vine Conference, Destila Madrid y eventos en Bélgica. Actualmente exportamos a Alemania, Japón y próximamente a Inglaterra.
Tu historia es increíble, Patricia, desde Cinti hasta la realeza británica. ¿Qué planes tienes para Yokich?
Queremos que Yokich sea un símbolo de Cinti y de Bolivia. Nuestro foco son las cepas patrimoniales: Moscatel de Alejandría, Vischoqueña, Negra Criolla, Imporeña, Cereza, Uvilla, Rosada y otras criollas que llegaron a Cinti desde 1550 además de uvas varietales que se plantaron en la región a partir de 1950 y continuar produciendo más vinos Signature , como el vino dulce natural Botrytis Gran Reserva 2015, Gran Renato.
El 2023 fuimos la primera bodega en producir el primer vino Imporeña envejecida en barrica que salió al mercado este año, una uva criolla de la comunidad Impora del Valle de Cinti. Esta cosecha 2025 nos aventuramos con mi hermana Verónica a vinificar la uva Uvilla llamada erróneamente Albilla y a petición de mi madre un vino de uva Moscatel Rosada.
Como anécdota: La Uvilla estaba a punto de ser erradicada y negociamos con los productores, prometimos hacer un vino premium y pagarla a mayor precio. Cada cepa nos enseña algo nuevo. Mi sueño y el de mi familia es que Yokich Cepas Centenarias y el Singani Gran Renato, en homenaje a nuestro padre, llegue lejos, pero sin perder sus raíces y que la próxima generación se empodere de lo que dejaremos y lo lleven aún más alto.
También queremos continuar expandiendo el banco genético de vides criollas, ampliar nuestro vivero para que mi hermano siga produciendo plantines subvencionados por la bodega Yokich para continuar vendiendo a precios accesibles en proyectos de viticultura de las Alcaldías y gobernaciones, para que más viticultores las cultiven. Las Patrimoniales y cepas criollas brillan; son nuestro tesoro. Yokich es nuestra apuesta por preservar y propagar esa identidad, para mostrar al mundo que estas uvas antiguas tienen un valor único.
Patricia, ha sido un placer. Tu pasión y la historia de Yokich son inspiradoras. Te deseamos todo el éxito.
Gracias, Gabriel. Contar esto es revivir la infancia, la vida en familia, y mis viajes. No son recuerdos exactos, pero son experiencias que me han formado. Espero que quienes lean esto sientan el mismo cariño que yo por este mundo del vino y las cepas viejas.
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