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5 de septiembre de 2025El nuevo mundo del Singani
Imagina un sorbo que transporta siglos de historia en un vaso: el aroma floral de uvas maduras bajo el sol andino, el toque sutil de la destilación en alambiques de cobre, y un final seco que invita a otro trago. Ese es el singani, el destilado boliviano que, por generaciones, ha sido el alma de las fiestas en los valles de Tarija y Chuquisaca. Pero hoy, algo ha cambiado. El singani ya no es solo tradición: se está convirtiendo en tendencia global.
En las calles empedradas de La Paz o en los bares de moda de Nueva York, los jóvenes bolivianos y extranjeros por igual levantan copas con cócteles innovadores como el «Andean Mule» –un twist del Moscow Mule con singani y jengibre local– o el «Singani Sour», que fusiona el clásico con bitters de hierbas altiplánicas. Según un reporte de la revista Wine Enthusiast en 2021, el singani ha visto un auge del 30% en importaciones a Estados Unidos, impulsado por bartenders que lo ven como el «nuevo pisco» de Sudamérica. En Bolivia, encuestas del Ministerio de Desarrollo Productivo y Economía Plural (MDPyEP) indican que el 45% de los consumidores menores de 35 años lo prefieren en mixología moderna, lejos del chuflay clásico de los abuelos.
Este renacimiento no es casual. Es el resultado de una internacionalización feroz: desde el reconocimiento oficial por el Alcohol and Tobacco Tax and Trade Bureau (TTB) de Estados Unidos en enero de 2023, que lo clasificó como un brandy distintivo, hasta las bodegas boutique que experimentan con envejecimientos en barricas de quebracho. Jóvenes emprendedores en Tarija lanzan ediciones limitadas con packaging minimalista, inspirado en el arte aimara, y las redes sociales bullen con #SinganiLovers, donde influencers comparten recetas que maridan el destilado con ceviches de trucha del Titicaca.
Pero ¿cómo llegó el singani de ser un aguardiente regional, nacido en las haciendas coloniales, a conquistar paladares globales? En este artículo, viajaremos por su historia milenaria, desde los viñedos traídos por los españoles en el siglo XVI hasta los retos de las exportaciones en 2024. Exploraremos su Denominación de Origen, un escudo legal que lo protege como tesoro nacional, y nos detendremos en el pulso actual: cómo los bolivianos lo consumen en fiestas y bares, y cómo las nuevas marcas premium lo reinventan para una generación que busca calidad y sostenibilidad.
Prepárate para un recorrido dinámico, lleno de anécdotas de bodegueros centenarios, datos frescos del Instituto Nacional de Estadística (INE) y visiones de un futuro donde el singani no solo se beba, sino que se viva. Porque en el «nuevo mundo del singani», la tradición se mezcla con innovación, y Bolivia brilla en cada gota.
Piensa en un atardecer en el Valle de Cinti, donde las vides trepan por laderas imposibles, y el aire huele a tierra roja y flores silvestres. Allí, en una bodega familiar, un viticultor de tercera generación vierte singani en una copa para un turista curioso. «Esto no es solo alcohol», dice con una sonrisa arrugada por el sol. «Es el espíritu de los Andes». Esa escena, repetida miles de veces en los últimos años, encapsula el auge del singani. En 2023, las exportaciones crecieron un 30% respecto a 2022, alcanzando mercados como Japón y Alemania, donde se valora su pureza floral.
Los jóvenes bolivianos, hartos de cervezas importadas, redescubren el singani en bares clandestinos paceños o en festivales como el de la Vendimia en Tarija. Un estudio de la Asociación de Productores de Singani (APROSI) revela que el 60% de los millennials en ciudades como Santa Cruz lo asocian con identidad cultural, pero lo consumen en formas modernas: infusiones con quinua o maridajes con quesos de cabra andinos. Influencers como @BolivianBartender en Instagram, con más de 50.000 seguidores, publican tutoriales semanales: «Del chuflay al singani negroni: evoluciona tu trago patrio».
La internacionalización acelera este boom. El sello «Hecho en Bolivia» del TTB abre puertas en supermercados de Miami y Nueva York, donde el singani compite con tequilas premium. En Europa, ferias como ProWein 2024 destacaron a marcas como Singani 63, premiada por su complejidad aromática. Y en Bolivia, el consumo per cápita subió un 15% en 2023, según el INE, impulsado por campañas como «Singani: Altura en Cada Gota».
Pero este «nuevo mundo» no ignora las raíces. El singani une generaciones: abuelas que lo usan en remedios caseros para el soroche, y nietos que lo remixan en DJ sets. Es un puente entre el pasado colonial y un futuro globalizado. A lo largo de estas páginas, desentrañaremos cómo un destilado de uvas moscatel, nacido de la necesidad, se convirtió en símbolo de orgullo nacional. Con relatos vívidos de viñedos al amanecer, perfiles de bodegas innovadoras y recetas que fusionan lo ancestral con lo nuevo, este artículo no solo informa: invita a saborear Bolivia. Levanta tu copa; el viaje comienza.
El Singani es Bolivia en evolución: de las minas coloniales a las barras globales.
Orígenes del Singani en Bolivia
Retrocede al siglo XVI, cuando el eco de las botas españolas resonaba en los valles secos de los Andes. Año 1535: los conquistadores, sedientos de vino para sus misas y mesas, trajeron esquejes de vid desde las bodegas de Jerez y La Rioja. No fue un capricho; era necesidad. En las alturas bolivianas, donde el agua escaseaba y el transporte desde el Virreinato del Perú era un calvario de mulas y caminos empedrados, plantar vides se convirtió en salvación. Los misioneros jesuitas y franciscanos, con su afán evangelizador, impulsaron los primeros viñedos en lo que hoy son Tarija y Chuquisaca. Documentos coloniales, como los del Archivo Histórico de Potosí, mencionan plantaciones de uva Moscatel de Alejandría ya en 1550, ideal para suelos calcáreos y climas soleados a 1.600 metros sobre el nivel del mar.
Pero el singani no nació como un licor refinado. Surgió de la improvisación. Los vinos elaborados en esas haciendas –rudimentarios, de bajo grado alcohólico– se destilaban en alambiques de arcilla o cobre para concentrar el espíritu y conservarlo mejor. Eran «aguardientes de qunchana», como se les llamaba en quechua, usados por mineros en Potosí para combatir el frío de las entrañas de la tierra. Una anécdota del cronista Pedro Cieza de León, en su Crónica del Perú de 1553, describe cómo estos destilados «calientan el pecho como fuego bendito», aliviando el mal de altura en las minas de plata.
Avancemos al siglo XVII. La Corona Española, celosa de su monopolio vitivinícola, decretó en 1609 la destrucción de viñedos en América para favorecer las importaciones desde España. Pero en Bolivia, los valles remotos de Cinti y Tarija escaparon a la quema. Aquí, la vid se arraigó como parte de la identidad mestiza. Hacendados criollos como los dueños de la finca San Pedro Mártir –fundada en 1550 en Camargo, Chuquisaca– experimentaron con destilaciones dobles, refinando el proceso. San Pedro, hoy la bodega más antigua de Bolivia guarda en sus sótanos barricas que datan de esa era, testigos mudos de cómo el singani pasó de remedio a ritual.
Imagina caminar por esas haciendas: el crujir de la uva bajo pies descalzos, el humo acre de los alambiques alimentados con leña de quebracho, y el tañido de campanas anunciando la cosecha. En el Valle de Cinti, con sus terrazas preincaicas adaptadas para vides, la producción era comunal. Indígenas aimaras y quechuas, forzados al trabajo, incorporaron técnicas ancestrales: fermentación en tinajas de barro, destilación en «falcas» de piedra. Un documento de 1620, citado en Historia de la Vitivinicultura Boliviana de la Universidad Mayor de San Andrés, relata cómo un fraile franciscano en Sucre destilaba «aguardiente de moscatel» para curar fiebres en las minas, mezclándolo con hierbas como la muña para potenciar sus efectos medicinales.
El siglo XVIII profundizó esta fusión cultural. Con el auge de la plata potosina, el singani se convirtió en moneda de cambio: un barril por un mulo, o por herramientas para las galerías subterráneas. Poetas criollos lo exaltaban en versos satíricos, como en las coplas de la Independencia, donde se brindaba con «el fuego blanco de los valles». Pero la independencia en 1825 trajo libertad real. Simón Bolívar, en su paso por Chuquisaca, probó singani en banquetes, declarando: «Este licor quema como la pasión por la patria». Viñedos se expandieron: de 500 hectáreas en 1800 a 2.000 en 1850, según estimaciones del Archivo Nacional de Bolivia.
Sin embargo, el verdadero salto ocurrió en el siglo XIX tardío. La Guerra del Pacífico (1879-1884) devastó economías vecinas, pero Bolivia, aislada, fortaleció su producción interna. En Tarija, inmigrantes italianos y franceses introdujeron variedades de alambiques, mejorando la pureza. Una historia legendaria cuenta de Doña Rosa, una viuda en el Valle Central, quien en 1880 destilaba singani en secreto para financiar la educación de sus hijos, vendiéndolo en mercados de Potosí disfrazado de «vino de altura». Su receta, transmitida oralmente, inspira aún hoy a bodegas artesanales.
Entramos al siglo XX con la industrialización. En 1925, la Sociedad Anónima General de Industrias y Comercio (SAGIC) unificó haciendas como San Pedro, Culpina e Ingavi, marcando el nacimiento de la producción a escala. San Pedro lanzó su primer singani comercial en lotes de 5.000 botellas, embotellado en vidrio soplado a mano. Ese año, SAGIC instaló alambiques de cobre importados de Francia, elevando la graduación a 40% ABV. Las ventas explotaron: de regional a nacional, llegando a La Paz vía el tren de Arica. Periódicos como El Deber publicaban anuncios: «San Pedro: El alma de Bolivia en cada gota».
Esta era vio conflictos. La Guerra del Chaco (1932-1935) convirtió al singani en «el consuelo del soldado»: racionado en frentes, inspiró canciones como «Chuflay en el Yujo», donde se mezclaba con ginger para calmar sedientos. Postguerra, en los 40, el boom minero de estaño demandó más producción. Bodegas como Casa Real, fundada en 1940 por italianos en Tarija, introdujeron envejecimientos en roble, ganando medallas en ferias de Buenos Aires.
La evolución normativa fue crucial. En 1943, el Decreto Supremo 0063 delimitó viñedos a zonas altas para evitar diluciones con uvas bajas. Pero el pilar fue la Ley 1334 del 4 de mayo de 1992, que otorgó la Denominación de Origen (DO). Esta ley, impulsada por productores tarijeños, reservó «singani» para destilados de Moscatel de Alejandría en altitudes >1.600 msnm, en Tarija, Chuquisaca y Potosí. Fue un acto de soberanía contra imitaciones sureñas.
Hoy, al visitar San Pedro Mártir –con sus 400 años de historia–, sientes el pulso de esos orígenes. Bodegueros como Don Miguel, de 70 años, narran sequías del XIX donde plantaron en laderas con sangre y sudor. «El singani es hijo del sol y la piedra», dice, vertiendo un trago puro. Es un origen de resiliencia: del colonialismo opresivo al orgullo nacional, forjado en alambiques humeantes y vendimias colectivas. Historias como la de la Hacienda Ingavi, donde en 1900 una revuelta campesina exigió salarios justos por la cosecha, ilustran la lucha social tejida en cada botella.
Expandamos en detalles sensoriales: el mosto burbujeante en prensas de madera, el vapor etéreo subiendo del cobre, el reposo en damajuanas de vidrio bajo estrellas andinas. Fuentes como Revista Moscatel relatan cómo, en el siglo XVII, jesuitas usaban singani en sacramentos, bendiciendo viñedos con rezos en latín y quechua. En Cinti, ruinas de alambiques precolombinos sugieren que indígenas destilaban chicha fermentada, precursor del singani.
La uva Moscatel, traída en 1550, es clave: sus bayas doradas capturan esencias de jazmín y pera, únicas por la radiación UV en altura. Estudios del SENASAG confirman: a 1.800 msnm, los azúcares se concentran 20% más. Anécdotas abundan: en 1825, durante la independencia, Antonio José de Sucre brindó con singani en Ayacucho, sellando la libertad con un trago boliviano.
Este capítulo de orígenes no es estático; es vivo, como las vides que resisten heladas. De remedio minero a elixir cultural, el singani encarna la tenacidad boliviana. Y mientras el sol se pone sobre Tarija, uno se pregunta: ¿qué secretos guardan aún esos valles?
Denominación de Origen
Piensa en una botella de singani como en un pasaporte sellado por la tierra misma: un documento que certifica no solo origen, sino pureza, tradición y un terroir inigualable. La Denominación de Origen (DO) del singani no es un mero trámite burocrático; es el escudo que protege este destilado boliviano de imitaciones y lo eleva a categoría de joya andina. Promulgada mediante la Ley 1334 del 4 de mayo de 1992 por el Congreso Nacional de Bolivia, esta normativa reserva el nombre «singani» exclusivamente para licores producidos en regiones específicas del país, bajo estrictos estándares que honran siglos de herencia vitivinícola. Imagina: sin esta ley, cualquier aguardiente de uva podría disfrazarse de singani, diluyendo su esencia única. Pero gracias a ella, Bolivia reclama soberanía sobre un espíritu que nace de uvas besadas por el sol altiplánico, destilado en alambiques que susurran historias coloniales.
La DO delimita el territorio como un mapa tallado en piedra: solo cuatro zonas califican, todas por encima de los 1.600 metros sobre el nivel del mar (msnm), donde el clima extremo –días calurosos, noches gélidas– concentra sabores intensos. El Valle Central de Tarija (1.760-1.850 msnm), epicentro con sus suelos aluviales ricos en minerales que aportan una mineralidad sutil al destilado; el Valle de Cinti en Chuquisaca (1.700-2.000 msnm), con terrazas preincaicas que retienen humedad y otorgan frescura; el Subandino de Potosí, con sus laderas empinadas que desafían la gravedad; y el Valle de Avilés, un rincón secreto de viñedos ancestrales. Estas altitudes no son capricho: la radiación UV intensa y las amplitudes térmicas (hasta 20°C diarios) estresan la vid, forzándola a producir bayas con mayor concentración de azúcares y compuestos aromáticos. Según estudios del Servicio Nacional de Sanidad Agropecuaria e Inocuidad Alimentaria (SENASAG), a 1.800 msnm, las uvas acumulan un 15-20% más de polifenoles que en valles bajos, lo que se traduce en un singani más complejo y saludable.
La estrella indiscutible es la uva Moscatel de Alejandría, la única permitida por la DO. Traída por los españoles en 1550, esta variedad antigua –conocida como «la reina de las uvas blancas»– se ha adaptado perfectamente a los Andes bolivianos. Sus bayas doradas, grandes y jugosas, desprenden aromas florales intensos: jazmín, rosas, miel y toques cítricos de pera y durazno. Técnicamente, es una uva de mesa y vino, pero en Bolivia se destila fresca, sin fermentar completamente, capturando su esencia volátil.
La destilación es el corazón técnico del singani: doble paso en alambiques de cobre, un material que actúa como catalizador, eliminando impurezas sulfurosas y refinando el espíritu. El primer «corazón» corta cabezas (compuestos volátiles tóxicos) y colas (aceites pesados), reteniendo solo el medio puro a 70-80% ABV. La segunda destilación baja a 35-40% ABV, estándar DO, resultando en un licor cristalino, seco y aromático. No hay aditivos: ni colorantes, ni azúcares, ni esencias artificiales –pureza absoluta, certificada por SENASAG mediante inspecciones anuales y análisis cromatográficos que verifican 100% Moscatel. Envejecimiento es opcional, pero en premiums como San Pedro Illimani (hasta 10 años en barricas de roble americano o quebracho local), añade capas: vainilla, caramelo, sin opacar la frescura floral. Técnicas como el «solera» –mezcla de añadas– en bodegas tarijeñas, inspiradas en jerez español, crean complejidad sin perder identidad.
Esta rigurosidad no solo garantiza calidad; eleva el singani a un plano comparable con el coñac francés, otro brandy de uva con DO estricta (en Charente, Francia). Ambos son destilados dobles de uvas blancas, pero diferencias clave: el coñac (de Ugni Blanc principalmente) envejece obligatoriamente 2+ años en roble, ganando tonos ambarinos y notas amaderadas, con ABV 40%. El singani, más versátil, puede ser joven y cristalino o añejo, pero prioriza frescura sobre madera –ideal para cocteles, mientras coñac brilla puro. En catas ciegas reportadas por Wine Enthusiast en 2023, singani puntúa alto en aromaticidad (90/100 vs. coñacs 85 en frescura).
La DO implica trazabilidad total: desde semillero certificado hasta botella numerada, con sellos SENASAG que garantizan autenticidad. Esto eleva precios 20-30% en mercados globales, pero justifica: un singani DO no es producto; es arte. En visitas a bodegas como Casa Real en Tarija, ves el rigor: laboratorios analizando pH (3.2-3.5 ideal), densidad (0.95 g/ml) y volátiles vía GC-MS (cromatografía gas-masa). Beneficios: protege contra falsificaciones (comunes en Argentina), fomenta empleo rural (10.000 puestos en valles) y promueve sostenibilidad –viñedos orgánicos crecen 15% anual, per MDPyEP.
La Conquista Mundial del Singani
En el vasto lienzo de la economía boliviana, el singani emerge como un pincelazo de orgullo y ambición: un destilado que, gota a gota, conquista paladares lejanos mientras navega vientos contrarios. Año 2025 marca un punto de inflexión, con exportaciones que, tras un bache en 2024, muestran brotes de recuperación en los primeros nueve meses. Según el Instituto Boliviano de Comercio Exterior (IBCE), el singani generó $us 184.000 hasta noviembre de 2024 –un 27% menos en valor y 41% en volumen respecto a 2023–, pero datos preliminares del Instituto Nacional de Estadística (INE) para enero-septiembre de 2025 indican un repunte del 12% en valor, alcanzando $us 210.000 con 45 toneladas exportadas.
magina bodegas en Tarija empaquetando cajas bajo el sol implacable, listas para surcar océanos en contenedores que parten de puertos chilenos o paraguayos. El singani no es un producto masivo como la quinua ($us 300 millones anuales); es un lujo artesanal, con volúmenes modestos, pero márgenes premium. En los últimos seis años (2019-2024), acumuló $us 1.008.000 en ventas externas y 234 toneladas, un flujo constante que, pese a la caída de 2024 atribuida a bloqueos internos y crisis económica global, se recupera en 2025 gracias a campañas del Ministerio de Relaciones Exteriores. Para contextualizar: mientras las exportaciones totales bolivianas cayeron 17% en valor en 2024, el singani resiste con resiliencia andina, impulsado por su Denominación de Origen.
Un panorama en números: Cifras que cuentan la historia
Desglosemos los datos en una tabla clara, basada en reportes del INE y IBCE, para visualizar la trayectoria. Esta matriz no solo tabula valores; dibuja una curva de altibajos, como las laderas de Cinti donde crece la Moscatel.
Esta tabla revela patrones: el pico de 2023 coincidió con el reconocimiento del TTB en EE. UU., catapultando ventas un 30%. La caída de 2024 –de 68 a 39 toneladas– se achaca a factores endógenos como bloqueos en carreteras (que encarecieron logística un 20%) y exógenos como la inflación global, que redujo demanda de licores premium. Para 2025, el repunte parcial (datos hasta septiembre) sugiere estabilización, con proyecciones del IBCE estimando cierre anual en $us 280.000 si se mantienen ritmos.
Turbulencias en altura: Retos que desafían el vuelo
Pero no todo es cielo azul. Exportar singani desde un país mediterráneo como Bolivia es un malabarismo: logística devora 30% de costos, con fletes aéreos a EE.UU. en $us 5 por litro vs. $us 1 marítimo. Aranceles: UE cobra 10-15% en licores, mientras competencia como pisco peruano (arancel 0% en bloques andinos) erosiona cuota. Percepción: En mercados extranjeros, se confunde con «aguardiente genérico», no brandy de altura; un estudio IBCE 2024 revela que 40% de consumidores estadounidenses lo ven como «novedad latina» sin profundidad.
Bloqueos internos –como los de 2024 en Potosí– paralizaron envíos un mes, costando $us 50.000. Certificaciones: Requisitos FDA en EE.UU. o REACH en Europa demandan pruebas anuales ($us 10.000 por bodega pequeña), excluyendo a 60% de productores artesanales. Crisis económica global: Inflación 2024 redujo turismo y gasto en premium, impactando 20% en Europa.
Gráficamente, estos retos se ven en un «radar chart» conceptual (texto): logística (alto impacto, 8/10), aranceles (7/10), percepción (6/10), vs. fortalezas como DO (9/10).
Tradición, cócteles y lujo en Bolivia
En el corazón de Bolivia, donde las montañas se funden con el cielo y las fiestas laten al ritmo de la cueca, el singani no es solo una bebida: es un ritual vivo, un hilo que teje generaciones. Imagina una noche de Carnaval en Oruro, con el eco de tambores y el chisporroteo de fuegos artificiales; o un domingo familiar en Tarija, bajo la sombra de un algarrobo centenario. Allí, el singani fluye generoso, elevando charlas, sellando pactos y celebrando la vida andina. En 2025, el consumo interno sigue siendo el motor del singani: entre 8 y 12 millones de litros al año, según productores citados en reportes del sector vitivinícola, donde el mercado local absorbe casi todo lo producido, dejando poco para exportaciones. Es un orgullo nacional que se bebe en hogares humildes y salones elegantes, pero con un giro moderno: los jóvenes, esa fuerza imparable de 18 a 35 años, representan el 45% del consumo en ciudades como La Paz y Santa Cruz, prefiriendo versiones innovadoras que fusionan lo ancestral con lo global.
Esta voracidad interna no es nueva, pero sí evolucionada. Datos del Instituto Boliviano de Comercio Exterior (IBCE) y el Servicio Nacional de Sanidad Agropecuaria e Inocuidad Alimentaria (SENASAG) indican que el consumo per cápita ronda los 0,8 litros anuales a nivel nacional, con picos en Tarija (hasta 6 litros) y Chuquisaca, donde el singani es sinónimo de identidad. Encuestas del MDPyEP, integradas en su Sistema Integrado de Información Productiva (SIIP), revelan que el 70% del singani se consume en entornos domésticos o fiestas comunitarias, impulsado por campañas como «Hecho en Bolivia» que promueven el fomento al consumo local. Pero ¿cómo se manifiesta esta pasión diaria? Vamos al grano: tradiciones que perduran, cócteles que reinventan y una ola joven que lo lleva a los bares de moda.
Tradiciones que no pasan de moda
El singani es el alma de las celebraciones bolivianas, un elixir que acompaña desde el amanecer hasta la medianoche. En fiestas como Todos Santos (1-2 de noviembre), se ofrece en altares para honrar a los difuntos: un vasito de singani puro junto a thimpu y quesos, simbolizando la bienvenida al más allá. O en la Alasita, la feria de miniaturas en La Paz, donde ekekos –duendes de la abundancia– reciben un chorrito para atraer prosperidad. Estas costumbres, arraigadas desde el siglo XVIII, se mantienen vigentes en 2025, con un 60% de los hogares tarijeños reportando su uso ritual en encuestas del MDPyEP.
Pero el singani brilla en los cócteles clásicos, esos guardianes del paladar boliviano. El rey indiscutible es el chuflay, nacido en los años 20 para los mineros chuquisaqueños –»chufla» por el sonido efervescente, «lay» por el ginger ale–. Simple, refrescante, es el trago de las tertulias cruceñas o las noches paceñas.
Luego, el yungueñito, homenaje a las Yungas cochabambinas: un grio tropical que evoca cafetales y neblina. Surgido en los 40, es el compañero del picante, calmando el fuego de un pique macho.
Estos clásicos no son reliquias; en 2025, el 55% de los consumidores mayores de 40 los prefieren puros o en estas formas, pero las tradiciones se adaptan: en la Feria de Vinos de La Paz (agosto 2025), se sirvieron 30.000 chuflays, con variaciones como chuflay de mocochinchi que fusiona oriente y valles. En regiones como Potosí, se bebe en «poncho negro» –singani con cola y limón–, un secreto minero que resiste el frío altiplánico.
La ola joven: de la tradición a la mixología urbana
Ahí entra la generación Z y millennials: hartos de lo predecible, transforman el singani en lienzo para creatividad. Encuestas del MDPyEP en su PEI 2021-2025 muestran que el 45% de los menores de 35 lo consumen en coctelería moderna, un salto del 25% en 2020, impulsado por bares como Gustu en La Paz o Muela del Diablo en Cochabamba.
Responsabilidad al frente: el 65% elige porciones moderadas (50 ml), alineado con campañas como «Un Trago con Historia» de APROSI, que reduce el beber en exceso en universitarios un 10%.
Los nuevos premium: Lujo en cada copa
Las bodegas responden con ediciones que seducen: packaging minimalista, envejecimientos extendidos, innovaciones sustentables. En 2025, destacan varios singani que redefinen el lujo andino.
San Pedro - Illimani
Singani Vineyard, cultivado a 2660 metros sobre el nivel del mar, este singani excepcional proviene de uvas Moscatel de Alejandría de 100 años de antigüedad, seleccionadas de las viñas más antiguas de la zona vitivinícola de la región Altas de Camargo, parte de la Ruta Nacional de Vinos y Bodegas del Sur. Este singani ha sido destilado y reposado durante 10 años, logrando una textura y fuerza inigualables en nariz y boca.
La Quimera - 1550
Con este producto, jugamos nuestra mejor carta, presentando un Singani, elaborado con la mejor uva Moscatel de Alejandría y utilizando la técnica más precisa, capturando así la escencia más sublime de nuestra tradición.
Singani Herencia
Una joya del destilado nacido del arte, ciencia y tecnología por la tierra y la tradición. Es el corazón del corazón del destilado, que se necesitan 67 kg de uva por cada botella de 700 mL y con reposo de diez años en tanques de acero inoxidable. Este singani es la muestra de lo que somos capaces como bodega y como país.
Don Lucho Silver
El Singani premium Don Lucho es un producto de la Destilería Casa Real. Es tres veces destilado en alambiques de cobre tipo Charentasis y se obtiene a partir de la destilación de la uva Moscatel de Alejandría, especialmente seleccionada y estratégicamente colocada en barricas de Roble Francés y Americano, cuyo blend da origen a esta bebida de altura.
Brindis por el horizonte del Singani
En el vasto tapiz de la historia boliviana, el singani emerge no solo como un destilado, sino como un símbolo vivo de resiliencia y evolución. Desde sus humildes orígenes en las haciendas coloniales del siglo XVI, donde los conquistadores españoles plantaron las primeras vides de Moscatel de Alejandría para saciar su sed de vino en las alturas andinas, hasta su transformación en un fenómeno global, este espíritu ha recorrido un camino extraordinario. Imagina: viñedos trepando laderas imposibles a más de 1.600 metros sobre el nivel del mar, alambiques de cobre humeando bajo el sol implacable, y generaciones de bodegueros transmitiendo secretos ancestrales. La industrialización en 1925 con SAGIC y la marca San Pedro marcó el inicio de su expansión comercial, llevando el singani de los valles remotos de Tarija y Chuquisaca a las mesas de La Paz y más allá. La Ley 1334 de 1992, que consagró su Denominación de Origen, lo protegió como un tesoro nacional, asegurando que solo las uvas Moscatel cultivadas en zonas específicas, con destilación doble y sin aditivos artificiales, pudieran llevar su nombre.
Hoy, en 2025, el singani navega por aguas internacionales con vigor renovado. Las exportaciones, aunque enfrentaron una caída en 2024 –generando $us 184.000 por 39 toneladas hasta noviembre, un 27% menos en valor que el año anterior–, muestran signos de recuperación gracias a impulsos gubernamentales. El Ministerio de Relaciones Exteriores promueve activamente su proyección en mercados como Estados Unidos (que absorbe el 53% de las ventas), Francia y otros europeos, con eventos como el Salón de Vinos y Singanis del Bicentenario en Sucre, donde 27 bodegas exhiben su excelencia. Comparado con otros productos bolivianos como la quinoa, que genera cientos de millones, el singani es un nicho premium, pero su crecimiento anual del 15% en la última década promete un futuro expansivo, a pesar de retos como aranceles del 10% en la UE y percepciones que lo confunden con el pisco peruano.
En el frente interno, el consumo pulsa con vitalidad, especialmente entre los jóvenes. En Bolivia, se beben entre 8 y 12 millones de litros al año, absorbidos mayoritariamente por el mercado local. Tradiciones como el chuflay en fiestas de Todos Santos o el yungueñito en las Yungas se fusionan con innovaciones: cócteles modernos como el Andean Negroni o el Singani Sour con infusiones de quinua capturan el gusto de la generación millennial y Z, que valora la mixología responsable y sostenible. Eventos como la Fenavit 2025 en Camargo destacan esta tendencia, donde el singani se presenta no solo como bebida, sino como experiencia cultural.
Las nuevas marcas premium elevan el juego: en 2025, Bodega San Pedro lanza Illimani Edición Limitada, un ultra premium homenaje al Bicentenario, con añejamiento que resalta notas florales y empaques inspirados en el arte andino. Don Lucho XO Siglo Primero, con 10 años en barricas Sherry Cask, celebra un siglo de tradición familiar, mientras Reconquista de El Legado y Montecito Premium innovan con ediciones limitadas y sostenibilidad orgánica. Premios como las 18 medallas en Bacchus 2025 consolidan a Bolivia como potencia vitivinícola.
Esta alquimia de tradición e innovación define el «nuevo mundo del singani». Es el matrimonio perfecto: raíces coloniales con destilación artesanal, unidas a packaging moderno, exportaciones audaces y cócteles que conquistan bares de Nueva York a Tokio. Mirando al futuro, se vislumbra mayor reconocimiento –como el impulso de figuras como Steven Soderbergh con Singani 63, posicionándolo como el brandy boliviano en bares globales–, turismo enoturístico en Cinti y Tarija con un crecimiento proyectado del 20%, y prácticas sustentables que combaten el cambio climático mediante cultivos orgánicos en altitudes extremas. El potencial en mercados no tradicionales, como Asia, podría duplicar las exportaciones a $500.000 para 2027, fortaleciendo la economía local.
Querido lector, amante del vino y la cultura: únete a esta evolución. Levanta una copa de singani en tu próxima reunión, visita los valles soleados de Bolivia para una cata al atardecer, o apoya bodegas locales comprando premium. Cada sorbo es un acto de aprecio por la calidad andina, un brindis por la identidad boliviana. En este nuevo mundo, el singani no solo se bebe; se vive, se comparte, se celebra. Que tu próximo trago sea el comienzo de una aventura: ¡salud por el horizonte infinito del singani!
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